Myriam Jawerbaum.
Serie: "Guardián de mi hermano"
La tarea del artista es redimir el hambre.
Esto no significa alimentar a todos los desnutridos del mundo, ni siquiera a los pocos con los que el artista se cruza en la calle o frente a su puerta. No es en ese sentido del término redimir que consiste su obra.
Redimir es rescatar. Se trata entonces de rescatar el hambre de los usos espurios a los que siempre ha estado y está expuesto: fines electoralistas de la mala política, fines bastardos del frenesí mediático, fines culpabilizadores de la moral, fines dominadores de la religión.
El hambre, la mayor impotencia, es puesto demasiadas veces al servicio del poder.
De ahí que el artista redime el hambre, precisamente porque el arte es impotente. Como en el título de un breve relato de Kafka, todo artista debería ser un “artista del hambre”. Alguien que sabe del vacío y la carencia, que siente en su propio cuerpo el acicate de la nada, que expone sus costillas y sus carnes magras a la inclemencia de la noche.
Si el artista se viste de fama y oropeles, si usa su obra para adornarse y lucirse, si pinta o esculpe en busca de la gloria, entonces será un hábil decorador o un maestro del espectáculo, pero no un artista de verdad. Es decir, la verdad no acontecerá en su obra, ya que su obra se hará cómplice de esos poderes que la ocultan y la traicionan.
En las imágenes que forja Myriam la verdad se abre paso. Dolorosamente, como en un parto difícil, algo en ellas viene rasgando las entrañas desde un otro lado de la tela, trazando surcos de gritos silenciados, rompiendo tejidos que gimen, desgarrando fibras, abriendo grietas.
Las infinitas bocas abiertas esperan, piden, urgen. Son, también, doblemente infinitos ojos que acusan y mandan, donde implorar y ordenar tienen idéntica fisonomía y denuncian la misma inequidad.
Las imágenes del hambre son explosivas en su impotencia. Ellas muestran lo que se intenta mantener oculto, aúllan donde reina el silencio, punzan donde dominan la indiferencia y la molicie. Desvelan.
Descorren los velos que la buena conciencia y los usos políticamente correctos arrojan sobre lo incómodo de la alteridad, impiden el sueño tranquilo de los señores que descansan sobre lechos de caridades y beneficencias. Hablan cara a cara, convocan y sitúan. Recuerdan –como Dios a Caín, pero antes a ese Adán anestesiado en el sueño edénico- que lo que nos hace humanos es ser guardianes del prójimo, responsables por su hambre.
La tarea del artista es desvelar.
Diana Sperling
Bs. As., noviembre 2009